sábado, 21 de enero de 2012

¿QUÉ NOS JUGÁBAMOS ESTA NOCHE?


Bill había tenido una vida muy dura. Aunque su infancia fue feliz el tránsito a la adolescencia vino marcado por la llamada a filas de sus hermanos. Aquellos amados  compañeros de juegos, confesores de sus secretos fueron marchando uno por uno, y uno por uno fueron llegando a casa las tristes noticias de sus muertes o desapariciones.
Bill tuvo que asumir el papel de hombre de la casa, apretar los dientes y tirar para delante, evitando que las duras circunstancias de la vida le alcanzaran. Le tocó hacerse adulto en unos tiempos difíciles, en los que una persona amable y cariñosa siempre tenía las de perder.
Con trabajo y tesón fueron pasando los días, las semanas, los meses, los años y de manera inevitable acabaron por llegar los achaques, algunos de los que a la mayor parte de la gente de mediana edad afecta, otros inusitadamente pronto para sus años, y para colmo el asunto aquel de las rodillas que le acabaron postrando en una silla de ruedas. Tiempos duros vivió Bill, pero conoció el amor en todo momento. De su madre que le abandonó a provecta edad, de su fiel esposa, atenta y amadora, de su numerosa prole que heredó del padre el carisma de la verdad, la facilidad por hacerse querer.
Y así fueron amaneciendo las noches y atardeciendo los días... También hubo algún problema económico, pero venía un nieto al mundo para alegrarle la vida; también había épocas en las que el trabajo mantenía a su mujer muchas horas fuera de su compañía, pero entonces llegaba una Navidad, o un cumpleaños, o un aniversario y Bill volvía a ser el corazón de una fruta dulce y lozana...

La vida de Stephen fue otra cosa. Siempre tuvo el carácter de sus padres, siempre despreció lo de los demás por sentirse superior y en su fuero interno se despreciaba a sí mismo, sentimiento que ocultaba con su desmedida ambición, con sus ínfulas de predilecto del destino. Donde otros perdían sangre y lágrimas, él logró hacer negocios, cuando otros pasaban estrecheces, él disfrutaba de su acomodamiento, y así discurría toda una vida sin hacer nada verdaderamente meritorio pero vendiendo a los demás una grandeza que, en verdad, nunca existió, razón por la cual era ridiculizado. Tenía familia como el que tiene muebles y con la promesa del encuentro futuro nunca regalaba un abrazo en el presente.
Por azares del destino tuvo suerte en unos negocios que realizó a la edad madura e incluso casó a dos de sus hijas con  gente de renombre. Pero su desmedida ambición...¡ay la ambición!

Aquella tarde Stephen no había parado de hacer un envite tras otro, de cegar farol con farol, como si creyera una vez más que el destino le tenía preparada una escalera de color perfecta que empezara en el 10. Bill en cambio reservó el dinero para la partida desde el inicio, aún cuando éste no le sobraba, y sorteó las agresivas manos de su oponente con jugadas plena de sensatez, arriesgando sólo cuando la derrota era previsible y la ganancia estimable, solazándose en apuestas bajas cuando veía que el saldo era positivo.
Se acercaba la noche y con ella el fin de la partida. Bill había logrado mantener incólume el dinero que trajo al inicio de la partida y todo lo que había ganado esa tarde se lo jugaba a una sola mano.  Ya tenía la mente puesta en la cena que su mujer le avisó que le prepararía, una de sus comidas favoritas por cierto, y en la excursión que tenían preparada para dentro de dos días.
Stephen, que había ido perdiendo la mayoría del dinero que había traído, aún incrementó su osadía en las últimas partidas, más por afán de recuperar un dinero que aún no se había hecho a la idea de que ya pertenecía a otra persona que por saldar cuentas. El ambiente en casa estaba lleno de problemas, su mujer no digería con facilidad el abandono de la vida de nuevo rico y alguno de sus hijos había dejado de lado el contacto en el momento en que se fueron acabando las generosas remesas con las que Stephen había creído comprar su cariño...
            -Lo veo -dijo, y levantó sus cartas: Póker de doses.

            Bill sonrió y levantó la primera carta, un 10 de corazones. Pensó en el amor de sus diez nietos. A continuación levantó la siguiente, el vallet, también de corazones, que le trajo a la memoria los mejores momentos de su juventud enamorada. La siguiente era la reina, también de corazones, y volvió a pensar en su mujer, el amor de su vida. La penúltima se destapó, y era el rey de corazones, maduro, satisfecho y sonriente como él mismo. "Pase lo que pase -pensó-, no habré perdido nada y el fín de la partida será mi premio". Stephen observaba ansiosamente el quinto naipe. Había 51 posibilidades de 52 de que la carta le satisficiera, pero en lugar de disfrutar de esa agradable perspectiva un reguero de sudor le caía por la sien y un escalofrío subía y bajaba por la espalda. Bill puso los dedos sobre la esquina de la carta, y empezó a levantarla lentamente hasta que su negra silueta quedó boca arriba.
            -¡Es el as de picas, es el as de picas! -gritó fuera de sí Stephen haciendo alardes tal si hubiese ganado un millón en ese preciso instante.
            Bill, sonrió con displicencia y pensó "pobre infeliz, siente haber triunfado por volver a su casa tal y como salió", y se puso el abrigo con la mente puesta ya en otro sitio. Antes de salir por la puerta se giró rápidamente y se metió en el bolsillo la carta que rompió su escalera perfecta. Volvió a observar atentamente el detalle central y admitió que, en el fondo, era la mejor carta posible.